La diputada María Angélica Cristi se quejaba amargamente estos días, asumiendo que el próximo gobierno eliminaría la tradicional práctica de armar un pesebre en La Moneda. Como era de esperarse, una avalancha de críticas se le vino encima, más que nada en tono sarcástico. Y es que claro, para ciertos sectores, la queja parece derechamente ridícula.
En este comentario, más bien anecdótico y superficial, algunos encontraron un punto de partida para una crítica más sustantiva: la existencia de esta clase de símbolos en un edificio público, como La Moneda, sería un atentado al laicismo del Estado.
Mi opinión es que sostener una cosa —que es una lástima que no haya pesebre el próximo año— y la otra —que la implementación de un pesebre sea una violación a la separación Iglesia-Estado— es muestra de cierta incomprensión de lo que verdaderamente implica, requiere y protege el laicismo del Estado. Prueba, también, de que muchos grupos tienen una visión del tema que resulta parcial y casi fundamentalista.
Y antes de que quien lea comience a decirse, "esta es la defensa de un católico Opus Dei", etc etc, déjeme aclarar que, si bien fui bautizado en la iglesia católica, no adhiero a religión alguna. Más abajo hay un post donde aclaro mi postura al respecto.
Tuve una discusión con una buena "twitter-amiga" al respecto y pude darme cuenta de cuál es una de las objeciones que existen respecto de la existencia de símbolos o señales religiosas en lugares públicos. El uso de símbolos religiosos denota una preferencia o interés, y eso, por uno u otro motivo, todos más o menos dirigidos al mismo punto, resultaría inaceptable. Hay una expectativa de total neutralidad por parte del Estado que no se estaría cumpliendo.
Comprendo las razones, pero creo que no constituyen argumento suficiente como para considerar la presencia de un pesebre, crucifijos, estatuas, altares, como una violación del principio de laicismo del Estado, ni para fundamentar una total eliminación de estos elementos de toda dependencia pública.
La razón de separar Iglesia-Estado fue eliminar la posibilidad de que el Estado, actuando a través de leyes, en su sentido amplio, o actos administrativos, infrinja la libertad de consciencia de sus ciudadanos o realice discriminaciones arbitrarias sobre la base de motivos religiosos. Parece simple. Ninguna ley podría establecer, por ejemplo, que sólo tendrán derecho a determinada prestación aquellas personas que adhieran a una cierta religión; que para ser nombrado juez o ser electo en un cargo se requerirá estar bautizado; que para tener capacidad de goce o ejercicio será necesario que la persona esté inscrita en alguna iglesia. Por otra parte, el Ministerio de Desarrollo Social no podría incluir, dentro de las bases para postular a un fondo social, que los estatutos de la organización solicitante incluyan una declaración en cuanto a su adhesión a los principios cristianos. Los colegios y universidades públicas no podrían requerir que sus alumnos sean cristianos. Y así sucesivamente.
Este principio se ha expandido, también, a cualquier acción positiva que el Estado realice con el objeto de influir en la consciencia de los ciudadanos. El ejemplo más claro es que el Estado o las municipalidades no están habilitados para requerir que se dicten clases de religión en los colegios públicos. Subyace a esto la misma consideración que se tuvo para eliminar las clases de educación cívica —en esto último estoy especulando, es lo único que me hace sentido—: impedir el adoctrinamiento, religioso, o político. El Estado no está facultado para ejercer ninguna clase de influencia en los ciudadanos, sea mediante acciones u omisiones. Cada uno es libre de decidir si adhiere o no a una cierta religión o credo, y a cuál. Nada de presiones estatales, por veladas que sean.
Ya esto resulta discutible. Decir que el Estado podría abusar de su poder para adoctrinar a las personas no implica, necesariamente, que lo hará. Sin embargo, se ha decidido cortar dicha posibilidad de raíz. Así como cualquier relación sexual con un menor de 14 años es violación, sin importar si éste ha consentido, el Estado está impedido de realizar estas actuaciones. Fin del cuento.
A partir de esto, el principio se ha extendido e intensificado aún más hasta comprender, incluso, manifestaciones más bien personales de la libertad de consciencia. Es así como —según discutía con esta amiga— un juez no podría exhibir, en su despacho, símbolos religiosos; una oficina pública o un colegio público no podría tener un crucifijo en la pared; el palacio de gobierno no podría tener un pesebre navideño, ni menos una capilla en su interior. Ningún elemento religioso, por menor que sea, está permitido en un espacio público; las autoridades públicas deben evitar toda clase de demostración religiosa.
Esto lleva a conclusiones algo exageradas. ¿Al Presidente o a alguna autoridad pública le gusta ir a misa los domingo en la mañana? Que no lo haga en público. ¿Un empleado público quiere tener un crucifijo en su pared? Imposible. ¿Pesebre en La Moneda? Inaceptable. ¿Expresiones de contenido religioso, como "por Dios" o "ni Dios lo quiera"? Prohibidas. ¿Obligación de jurar? Inaplicable. ¿La capilla en La Moneda? Habría que hacerla oficina, se está perdiendo espacio (esto es real). Todo edificio público, y todo funcionario público, debe permanecer, en todo momento, mientras cumple funciones, absoluta y totalmente inoculado de religión. Cualquier acción en contrario implicaría una demostración de preferencias particulares que representan, además, al Estado; demostración indicativa de un potencial prejuicio o discriminación posterior por parte de éste, en virtud de una ley o un acto administrativo.
Creo que se entiende, por el tono usado, que no estoy de acuerdo con todo esto. Algunos podrán quejarse de la exageración; "los ejemplos son absurdos", dirán. Puede parecerlo, pero no lo son. Cuando se me dice que el Estado debe omitir realizar cualquier demostración de índole religioso, todo lo señalado, y más, se me viene a la mente. Se acabaron los feriados religiosos, puesto que la ley no puede legislar sobre esa base. ¿Por qué tener días feriados que conmemoran eventos de ese carácter? Adiós Navidad, adiós semana santa. Se acabó la participación del Presidente y otras autoridades en cosas tales como el Te Deum. Nada, absolutamente nada que pueda ser indiciario, al menos para una persona, de una cierta preferencia por parte del Estado o sus funcionarios, puede ser aceptable.
La distinción aquí es evidente: el Estado actúa en la forma de leyes o actos administrativos. No hay otra forma. Actuando de esta manera, no puede discriminar sobre una base religiosa, ni legislar sobre tal base.
Ahora, hay ciertas manifestaciones que responden a prácticas tradicionales, culturales. El pesebre es una de ellas. La capilla en La Moneda, otra (ha estado ahí desde que se construyó). El Te Deum, católico y evangélico. Muestras tradicionales, de buena fe, de respeto incluso, de parte de los funcionarios públicos que forman el Estado, hacia grupos que representan un vasto interés colectivo. ¿Podría sostenerse, así como se sostiene que participar en estas ceremonias o usar estos símbolos es demostración de adhesión, que no necesariamente lo es? ¿Que el hecho de que el Presidente participe en el Te Deum católico no implica, de por sí, que sea católico, o el hecho de que exista una capilla en La Moneda no implica, de por sí, que todos en el gobierno suelen rezar e ir a misa? ¿Puede decirse, por último, que incluso si aquello en efecto demuestra que el Presidente es católico, o que en efecto una buena parte de los asesores y funcionarios de La Moneda son cristianos, ello no implica, necesariamente, que el Estado discriminará a quienes no lo sean, y que si lo hacen, no habrá remedio alguno disponible?
Para mí la respuesta es clara. Las tradiciones tienen un valor social y, si bien puedo aceptar que se eliminen en aras de otros intereses más importantes, no me parece que la mera molestia o incomodidad de algún grupo sea suficiente para ello.
Por último, tenemos las demostraciones personales de los empleados y autoridades públicas. El crucifijo en la oficina, el retrato de Escrivá de Balaguer, el cuadro de Juan Pablo Segundo. Todas manifestaciones, símbolos, que representan el libre ejercicio de estos funcionarios, en su dimensión de personas, de su propia libertad de culto y consciencia.
Aquí entramos, entonces, a la discusión de por qué estas últimas demostraciones debiesen ser restringidas o, más bien, eliminadas. Por qué el Estado debiese privar a estas personas de su propio derecho a realizar tales manifestaciones, asumiendo que son perfectamente inocuas y no afectan en el desempeño de su función. ¿Es suficiente argumento decir que las mismas ofenden a otros? ¿Que el otro —disidente— puede sentir un legítimo temor a ser discriminado? ¿Que estos funcionarios, y el Estado, en consecuencia, pretenden presionar, atacar, influir indebidamente en la libertad de consciencia de los ciudadanos que tienen ocasión de observar estos símbolos?
¿Es la inoculación del Estado, incluyendo sus funcionarios y edificios, de todo símbolo religioso y de cualquier manifestación de índole religiosa, incluyendo la privación de tales funcionarios a su libertad de consciencia y la erradicación de cualquier práctica cultural o tradicional, una consecuencia necesaria del principio de laicismo?
Mi respuesta es que no. No, en general. Y el punto de inflexión estaría dado por la magnitud y entidad de la demostración. Si es tan masiva, profunda, agresiva, que no puede sino dar a entender una intención positiva de interferir en la consciencia de otro, sea un ciudadano común, u otros funcionarios públicos; de adoctrinar sin dar, a su vez, la opción de rechazar el adoctrinamiento, podría constituir una violación del principio de laicismo y a la libertad de consciencia. De otra forma, la objeción no parece sino una reacción exagerada e individualista. Una reacción, hay que decirlo, que raya en la intolerancia.