domingo, 1 de enero de 2017

La irrelevancia de ser escritor

El oficio de escritor se encuentra en decadencia.
Basta con echar una mirada alrededor: ya casi nadie lleva un libro en la mano —me incluyo, muchas veces siento flojera de andar acarreando un libro para todos lados y me mareo cuando leo en la micro—, un buen libro casi nunca es tema de conversación en una mesa, nadie habla de literatura, son cada vez más escasos los individuos que deciden satisfacer su necesidad consumista consumiendo un libro. Los rankings de libros más vendidos habitualmente contienen una lista de bodrios insalvables, literatura para las masas, letras para los analfabetos.
No es tan grave, quizás. Lo que acabo de exponer está recargado de prejuicios. Pero es peor.
Son los escritores los culpables. Seres vanidosos, vanos, superfluos, pretenciosos. No hay sufrimiento, no hay enfermedad en escribir, como la había antes, cuando todavía existía dignidad en ser escritor. La carrera se ha convertido, hoy en día, en un ejercicio irrelevante e intrascendente. Los autodenominados "escritores" pululan por la ciudad como abejorros en busca de algo dulce. No han conseguido nada, pero se comportan como si lo tuvieran todo. Encuentran enorme satisfacción al colocar "escritor" en los formularios de su seguro médico. Anuncian que son escritores en sus grupos de amigos y conocidos, sólo para que les palmoteen la espalda y les miren como seres extraños e inefables. 
Lo peor es que no lo son. No somos escritores. Somos gente que escribe, escribe muchas cosas, la mayor parte de ellas total y absolutamente irrelevantes. Da lo mismo leer o no leer un libro hoy, no genera ninguna diferencia en la vida de nadie, hasta en el cine puede encontrarse mayor influencia, pero, ¿en los libros actuales? Nada. Leer puede ser como comer en un restorán caro, donde la verdadera experiencia no es la cena, sino el momento en que se paga la cuenta. 
Escribir se ha hecho prescindible para el mundo. Descartable. Basta con los clásicos. No hay suficiente tiempo como para leer todo lo que sale al mercado. Éste, por si fuera poco, se ha democratizado, lo cual es lo mismo que decir se ha "popularizado": hecho público, accesible por quien tenga las ganas y el tiempo de ponerse a escribir. Escribir se ha hecho imposible.
Pero no para mí. Y por eso escribo esto: porque es para mí y para nadie más. No me importa si alguien lo comparte, no me importa si alguien lo desdeña. Quien escribe esto no soy yo, es ese que surge cuando tengo un teclado frente a mí y una página electrónica en blanco. El que surgía cuando tenía un lápiz y un cuaderno y que soy demasiado flojo como para rescatar de su eterna infancia, de su lugar en mis recuerdos. Porque escribir es un ejercicio eminentemente solitario, y no confío en esos que escriben en cafés, que se exponen como simios de laboratorio. No, no. Eso no es para mí.
Y aun así me odio a mí mismo por no hacerlo. 
Ser escritor es ser una contradicción. Es querer soledad y fama, privacidad y reconocimiento. No logro entender a esos escritores que son anónimos, que se esconden bajo un seudónimo, pero creo en ellos. Quizás debería comenzar a hacer lo mismo. 

domingo, 10 de agosto de 2014

Eyjafjallajölkull

La situación en Rusia es insostenible. Así me dijo Diego, antes de subir al avión. La situación en Ucrania, no en Rusia, querrás decir, lo corregí yo. Ucrania, Rusia, Checoslovaquia, Turquía, da lo mismo. La situación en el este de Europa. Todo eso es insostenible. Se viene la tercera guerra y que nos ayude Dios, no estamos preparados. ¿Qué vamos a hacer?
Sí, claro, qué vamos a hacer. A seguir viviendo nuestras vidas, no más. Qué se le va a hacer.
No noté que su pelo había adquirido una tonalidad extraña, medio dorada, hasta que nos bajamos del avión en Reyjkavik. Ahora hablaba de temas más triviales, cosas como la insólita coincidencia de habernos topado con la mujer del café en el último paseo a Amsterdam, cuando la vimos primero tomándose una cerveza en un local del centro de la ciudad —nos llamó la atención, era bastante bonita y nos quejamos de que en nuestros respectivos países las mujeres fuesen tan feas y engreídas (se juran minas y son terrible’ feas, fue el comentario puntual de Diego, que se había transformado en una especie de hoja de marihuana parlante para ese entonces, ya transcurridos un par de días caminando por los canales interminables de Amsterdam). Captamos la atención de la mujer, que era alta, delgada, tez blanca y ojos azules, de grandes caderas y lindos pechos. Una belleza como sólo Europa puede concebir, concordamos. Nuestras miradas se encontraron de manera tímida y fugaz al menos un par de ocasiones. Uno siempre piensa que eso es una señal de atracción, pero puede que sea simplemente miedo, desprecio, extrañeza. Quizás la mujer piensa que la vamos a secuestrar, con esta pinta que tenemos. Sudacas de mierda apestosos. Después nos topamos con ella en el vagón del tren que iba al aeropuerto, y eso debió ser unas dos horas después del primer encuentro, así que comenzamos a elucubrar sobre teorías del destino. Las conjeturas sobre un plan divino que la involucraba a ella y a alguno de nosotros, al menos, o quizás a los dos, quién sabe, se confirmaron, al menos en nuestras mentes, cuando la vimos tomar el mismo avión hacia nuestro destino de aquella oportunidad, que debía ser Londres. Nos bajamos del avión y ella desapareció, quizás porque los europeos tienen la sana costumbre de separar a los miembros de la CE con la chusma de otros continentes al entrar en inmigración.
Y ahora nuevamente la vimos, la misma mujer, en nuestro viaje a Islandia. Claro que lo notó, por supuesto. Nos preocupamos de que nos viera. Por más que tratamos de aparentar relajo, nos reímos y creo que ella también se rió. Esto es el destino, es el destino, seguía repitiendo Diego al bajarnos del avión y entrar en policía internacional. Al oficial le tomó un rato reconocerlo como el sujeto que aparecía en la foto del pasaporte, pero finalmente lo dejó ir.
De nuevo la perdimos a la salida del aeropuerto. Debió tomar un taxi y nosotros decidimos usar el bus que nos llevaría al centro de la ciudad. Creo que a Diego lo afectó más, porque se quejó con un suspiro y luego empezó a hablar de la baja tasa de criminalidad en Islandia y la escasa densidad poblacional, un factor que hacía imposible comparar los niveles de igualdad y desarrollo del país con el de otros países en crecimiento —algo habitual en varios políticos de nuestro país que siempre toman a Islandia como ejemplo de cómo hacer las cosas bien—. Claro, si tienes trescientos mil habitantes, es re fácil tener más igualdad y mejores condiciones, esto es como una comuna de Santiago, imagínate, toda esta isla de mierda es como una comuna de Santiago y así de ninguna forma se puede comparar nada. En qué están pensando estos políticos. Eso decía Diego cuando pasamos a buscar la camioneta con la que recorreríamos parte del sur de Islandia, los glaciares y montañas y volcanes y geysers y todo eso que había que visitar. Nos pareció que, al llegar a la oficina de la empresa, alguien salía en una camper… Y nos pareció que era ella, la mujer de Amsterdam, aunque creo que ya para ese entonces estábamos tan obsesionados que empezamos a tener visiones. Si hasta me parecía que Diego se había achicado un poco y su nariz se había hecho más prominente y redonda en la punta, señal clara de que no estaba yo en mis cabales.
Pedimos la camioneta y Diego informó, en perfecto islandés, que visitaríamos Seljalandsfoss y Eyjafjallajölkull, entre otras atracciones. No lo dijo todo en islandés, sólo los nombres de esos lugares que para mí seguían siendo impronunciables. El guía se sorprendió. Luego nos dieron las llaves, tomamos un par de mapas y a la ruta nos fuimos, preocupándonos primero de comprar una tarjeta de datos para poder ubicarnos usando el Ipad (no fue necesario, sólo había una carretera principal y Diego siempre sabía dónde doblar y dónde ir). Seguimos conversando de la contingencia nacional, pero luego pasamos a temas más personales, como el rechazo que Diego estaba experimentando a la vida de adulto, a pesar de sus ya treinta años. Prefería vivir con su madre y trabajar esporádicamente, sin amarrarse en nada y sin contraer mayores deudas, salvo para viajar. Lo ayudaba en su libertad. Pero en algún momento habrá que sentar cabeza y pensar en algo más, le dije yo, y sí, en algún momento, creía él, pero no ahora, en un tiempo más. Manejamos varias horas, pero en un momento tuvimos que detenernos a pasar al baño y tomar un café. Después seguí conduciendo yo, porque a Diego le estaba costando demasiado alcanzar los pedales y no lograba ver bien por sobre el manubrio. Nos detuvimos luego en algunas cascadas y me reí al notar que las ovejas huían despavoridas al vernos. Era divertido verlas correr. Para cuando llegamos al cruce del primer camping, se había puesto a llover a cántaros y cayó una neblina espesa que apenas me dejaba ver el camino. Me tranquilizó la visión de Diego a mi lado, indicándome por dónde seguir con completa calma y contándome historias del lugar… Esto va para el volcán no sé cuánto, esta carretera se usaba para no sé qué durante la segunda guerra, acá había un pueblo llamado quién sabe cómo que luego emigró a otra zona, y así.
A pesar de la lluvia, seguía habiendo luz. En Islandia la luz nunca se extingue en verano. Siempre el cielo se mantiene claro, como en los momentos iniciales del amanecer, antes de que el sol aparezca en toda su plenitud. Dimos con el camping y, luego de hacer el trámite para quedarse, elegimos un lugar para quedarnos. Ya era algo tarde y casi no había gente despierta. Por suerte, la lluvia paró y pudimos prender algo de fuego para cocinar algo. Tomamos pisco y terminamos hablando de la mujer de Amsterdam, imaginándonos que estaba también ahí, en ese mismo camping. Miramos alrededor, buscando la camioneta que vimos en Reyjkavik, y nos pareció divisar una parecida, al otro lado del camping. Nos reímos como niños ante la absurda esperanza de nos topásemos con ella. Sería extraordinario. Por supuesto que hablaríamos con ella, claro. Lo malo sería que tendría que quedarse sólo con uno de nosotros, que estábamos igual de interesados por ella. Yo dije, entre broma y en serio, que entre alguien como yo y un sujeto de poco más de un metro, narigón, de cabeza grande, pelo dorado y voz aflautada, pues no tendría ella muchas dudas al elegir.
Diego entonces alzó la vista y, bajo el destello de la fogata, me pareció que sus ojos tenían un brillo asesino. Se quedó mirándome y, aunque yo traté de aparentar relajo, comenzó a murmurar algo en islandés, que por el tono debió ser una especie de amenaza. Me sonó como un embrujo. Con toda la naturalidad que pude fingir, me levanté y fui a buscar algo a la camioneta. Abrí la puerta y me metí adentro de un salto, accionando el cierre centralizado. Diego comenzó a darle de golpes al vehículo, remeciéndola, chillando cosas que no pude comprender. Luego abandonó sus ataques y lo vi corriendo como un animalillo verdoso, perfectamente camuflado en el largo pasto del camping, en dirección hacia la camioneta donde imaginábamos estaría la mujer de Amsterdam.
Al poco rato, la lluvia comenzó a caer nuevamente, mezclada con ráfagas de viento. Chocaba contra el techo de la camioneta como el golpe de una rama de árbol. Estaba asustado y no pensé mucho en esos segundos. De pronto, se oyó un grito desgarrador al otro lado del camping. Entonces se me ocurrió prender las luces de la camioneta y comenzar a tocar la bocina. Debía avisarles a todos que se encerraran en sus campers y carpas, no salgan, no sé hasta cuando; Diego se ha convertido en un troll más rápido de lo que calculamos.

Amsterdam

El desayuno está servido. Esta mañana es el turno de los scones, que han servido con mermelada de frutillas y algo de crema. No están mal, piensa. Todo lo demás, las tostadas, el café pasado por agua, el té barato, las frutas añejas, ya lo ha probado y no tiene interés en comerlo de nuevo. Se quedará con los scones, que —es raro, sigue pensando— están bastante buenos. Esponjosos, de corteza algo crocante, con el punto justo de azúcar.
Necesita beber algo. Mira el café con recelo, pero de todas formas vierte un poco en una taza y se lo bebe de mal gusto. Probando el sabor agrio de la bebida en la lengua, siente deseos de fumarse un cigarro, pero recuerda que todos esos lugares son ahora “libres de tabaco” y tan pronto como encienda un porro llegará un empleado a decirle, con ese tono melifluo propio de los sirvientes que le parece insoportable, que por favor lo apague, que está prohibido y blah blah blah.
Se entretiene entonces mirando el mapa de la ciudad. A ver. Amsterdam no es tan grande, con unas cuantas horas podría recorrer casi todas sus atracciones sin ningún problema. Chequea la billetera y halla un pase de turista. Espléndido. Hasta podría evitarse caminar. Le haría bien, hace un calor de un demonio. Por lo demás, no está demasiado interesado en conocer los lugares típicos de la ciudad; no le agradan las aglomeraciones, los turistas con sus cámaras y mapas gigantes generando atochamientos en las estrechas veredas que rodean los canales, sacando fotos desde los botes o haciendo filas interminables para entrar a lugares tan insípidos como la casa de Ana Frank. Quién diablos fue Ana Frank de todos modos; estaba seguro de que era un personaje de ficción, como Luke Skywalker o el Inspector Rousseau. Prefiere sentarse en un parque, o a tomar una cerveza en la calle. Ver a la gente pasar. Imaginar sus vidas. Simular que los conoce. Aparentar que son amigos de toda la vida que, extrañamente, ya no se recuerdan.
Mira por la ventana y nota que el paradero del tram se encuentra a unos cuantos metros del hotel. Perfecto. Se echa en la boca el último pedazo de scone que le queda en el plato y se larga sin dejar propina. El empleado le lanza una mirada rápida que le parece acusadora, pero no se preocupa de él. Que piensen lo que quieran. Primero, a la pieza a echar una meada y lavarse un poco la cara, que seguramente le cuelga sobre el cráneo. Apenas ha dormido. Luego, a la ciudad.
Toma el ascensor y luego de dos minutos está parado frente a la habitación 404. El letrero de “No molestar” cuelga sobre el picaporte de la puerta. Desliza la llave electrónica por la cerradura y entra. La habitación está fresca; ha dejado el aire acondicionado encendido. No resiste la tentación de echarse sobre la cama y mirar un poco la televisión. Se aburre pronto. No hay más que canales holandeses y alemanes y no entiende ni una mierda de lo que transmiten. Un palurdo de unos cincuenta años con aspecto de rockero presenta canciones en un canal de videomúsica. Qué sujeto más ridículo.
Apaga la televisión y entra al baño. Con parsimonia, se baja la cremallera y deja que su pene fláccido se asome por el pantalón, frente al retrete. Intenta expulsar el chorro de orina que pugna por salir, pero no lo logra. A su lado, un sujeto lo observa desde la tina. Sus inmensos ojos azules parecen fijos en su miembro, expectantes del líquido que está por emerger. Su boca, ligeramente abierta, le da a su rostro una curiosa expresión de asombro. Su brazo desnudo cuelga por fuera de la tina y se hunde en una poza violácea.
Corre la cortina con un manotazo violento y vuelve a concentrarse en la orina. No puede mear si siente que alguien lo mira. Nunca ha podido.

viernes, 8 de agosto de 2014

Liberalish

El ideario liberal contemporáneo indica que los derechos individuales son esferas intocables donde la personalidad no debe ser coartada por las leyes. En otras palabras, que en ciertos aspectos de la vida y respecto de ciertas materias, los individuos son libres de decidir como les plazca y el Estado no sólo debe mantenerse al margen de tales decisiones, sino que debe establecer los mecanismos que se requieran para asegurar el ejercicio de dicha libertad.
Las decisiones que caen dentro del alcance de esta "esfera de personalidad" son, precisamente, aquellas que uno considera de manera intuitiva como "personales", desde la religión que elegimos (de elegir alguna) hasta la persona con la que nos casamos (si decidimos casarnos). Por supuesto, decisiones que parecen bastante irrelevantes, como tomarnos un helado (en cono o en vaso) o bebernos una coca cola (o una pepsi), caen dentro de tal esfera. No parece haber problema al respecto; nos da la impresión de que la decisión de tomarnos o no una bebida en un día de calor es, en realidad, problema nuestro y de nadie más. Gastarnos la plata en un PC o en un Mac, pagar la entrada más cara para ver a Morrissey en el Movistar Arena (o a Arjona, el Morrissey latino), comparar a Morrissey con Arjona, comprarnos calzoncillos o gastarnos la plata en piscolas, pagar la mensualidad del colegio o irnos de putas un viernes en la noche. Todas estas son decisiones personales respecto de las cuales es habitual que la gente responda, con irritación, "y a ti qué te importa", si alguien llegase a cuestionar su conveniencia. No es tu problema, viejo. Es problema mío lo que hago con mi plata, con mi cuerpo, con mi auto, con mi familia, con lo que sea. Mientras no dañe a nadie más, pues no tienes nada que decir al respecto. Y eso va tanto para los metiches de turno como para la sociedad en su conjunto; vale decir, para el Estado.
Eso está bien. Adhiero al ideal liberal y me parece que es un punto de partida. Al hombre le debe estar permitido buscar su propia forma de ser feliz, mientras sus decisiones no provoquen un mayor daño a los demás. En esto estamos de acuerdo.
¿Debería entonces el Estado decirle al dueño de un restorán que no debe colocar un salero en la mesa? ¿O que debe regular la cantidad de sal que pone en los platos? ¿Que debe evitar también colocar azúcar en la mesa? ¿Que las papas fritas deben ser menos fritas y las longanizas del choripán, bajas en grasa y sodio? ¿No son acaso estas las materias en las cuales uno generalmente dice, "viejo, esto es problema mío, no tuyo"?
En ciertos temas, el asunto se complica ¿Podría CHV mostrar películas pornográficas a las 4 de la tarde? ¿Podrían los supermercados vender cigarros y copete a un escolar de doce años?
Estas discusiones no son nuevas y no pretendo sumergirme en ellas con detalle. Sólo deseo hacer un punto en relación con el consumo de alcohol y de cigarros (y eventualmente marihuana, si se llegara a permitir su comercialización). Fumarse o no un cigarro es, en verdad, problema de uno. Se transforma en un problema de otros cuando se fuma en un lugar público, puesto que el ejercicio de la libertad de fumar colisiona con el derecho de otros a permanecer en un ambiente libre de humo, y como ya sabemos que el humo ese podría ser dañino, pues entonces lo más lógico es que el legislador, actuando como distribuidor, prefiera otorgar preferencia a los no fumadores, en consecuencia restringiendo la libertad de los fumadores. No me parece que esto sea malo; es lo que corresponde.
Ahora, si uno, siguiendo el ideario liberal, defiende a ultranza el derecho a hacerse pedazos el hígado o los pulmones, fumando o tomando, sería justo también que esas mismas personas acepten, como en general se hace, los efectos de sus propias decisiones sobre ellos mismos. El legislador habitualmente (e idealmente) interviene sólo cuando hay efectos dañinos respecto de terceros, pero (en teoría) no debería intervenir cuando los efectos se dan en la misma persona que ejerce su libertad. Si usted decide fumar dos cajetillas diarias y le da cáncer o enfisema, pues bueno, usted se lo buscó. Ahora, ¿por qué la sociedad, este Estado en que vivimos y que somos todos (y que se financia con la plata de todos), debería hacerse cargo de una enfermedad que usted se buscó libre y deliberadamente, con pleno conocimiento? Si le advertimos, tratamos de hacerle cambiar de opinión, pero usted se negó una y otra vez a abandonar esa práctica que le agradaba tanto, ¿por qué deberíamos hacernos cargo de su enfermedad? ¿Por qué de pronto algo que correspondía a su esfera privada, intocable, inalienable, pasa a ser parte de la esfera pública, donde no sólo se permite, sino se exige que el Estado intervenga? ¿No parece esto algo injusto e inconsecuente?
No pretendo promover el abandono estatal de aquellos que han decidido exponerse a un riesgo en el ejercicio de la libertad de manejar su vida de una forma peligrosa o insalubre. Creo que el punto es otro. Mi observación final, la que me ha atrapado estos últimos meses, es que en Chile la clase política —y la sociedad en general— adolece de un problema de consecuencia. Las pisadas de cola —usualmente desapercibidas por sus mismos perpetradores—son habituales. Se rechaza un argumento o una idea sobre la base de un principio, pero en otro tema donde éste es igualmente aplicable, se hace vista gorda. Quizás esa sea la razón de que en Chile ya no haya buenos políticos. No hay consecuencia. Son todos amarillos. Todos tienen doble estándar. Todos se traicionan a sí mismos. Y eso comienza a ser terrible.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Por la defensa de la educación

Mi madre estuvo a punto de colocarme en un colegio público.
Me recuerdo pequeño, del tamaño de un grifo, más o menos, quizás más pequeño incluso, yendo de su mano por calle Matucana —que yo no sabía que se llamaba así, apenas tenía consciencia de dónde andaba; pero era lejos, lejos de la casa, aunque tampoco tan lejos—, entrando en ese colegio que siempre pensé, aunque en eso me guío por mi falible recuerdo, que estaba en una esquina, que era como un cine antiguo o una especie de iglesia, y que ni siquiera hoy sé bien cómo es ni dónde queda. Entré en ese colegio, algo espantado por esa nueva vida que empezaría pronto, no tanto porque tuviera miedo de las clases y los profesores, sino porque, incluso ahí, a mis siete años, me daba cuenta de que no me sentaban las muchedumbres desconocidas y no me apetecía tener que empezar a compartir con otros niños. Tal como hoy, sin embargo, el espanto y la reticencia estarían condenadas a esfumarse, o al menos a refugiarse tras una apariencia de normalidad, esa que a veces me sale bien y otras, cuando no estoy muy afinado, no tanto, como me pasó en el colegio.
Recuerdo entonces haberme paseado por el patio y luego haber entrado a los baños. Eran, me dice mi recuerdo, asquerosos. No sé qué tanto lo habrán sido, pero es lo que más nítidamente vuelve a mi mente: no los baños en sí, que no me acuerdo de cómo eran, sino haber pensado que eran simplemente asquerosos y que la perspectiva de orinar todos los días ahí me parecía insoportable. No había mucha opción, sin embargo. Qué iba a saber yo de a qué colegio podía ir ni a qué podía aspirar ni por qué mi madre había decidido colocarme en ese colegio y no en otro. Creo que me lo dijo, esa vez, y después me lo repitió: no había otra opción. Era lo que había. Familia pobre, sin mucho para pagar un colegio de los subvencionados ni menos uno privado, pero expectante de algo mejor, de alguna cosa que pudiese ponerme aunque fuese en el último vagón de la movilidad social, como espera toda familia pobre, o de clase media, que tiene que luchar para sobrevivir o tener un pasar relativamente cómodo, aunque modesto.
No me gustaron los baños y mi madre lo supo. No sé si por eso, aunque creo que no, me llevó a otro colegio. Ahí, tal como en el anterior, me hicieron una prueba, que no recuerdo cómo fue. De hecho, apenas me acuerdo de que me hicieron una. El ambiente en ese colegio no me pareció muy distinto al del otro, y aunque los baños tampoco me generaron una muy agradable impresión, al menos en ese lugar se podía hacer pipí sin tener que taparse la nariz. Tenían un juego, también... Una cosa como una pera de cuero hinchable que colgaba de una cuerda larga y se amarraba a un fierro, y que dos niños golpeaban de un lado a otro con sus puños hasta que alguno no lograba expulsarla de su lado y la pera se enredaba inexorablemente en el fierro tras él, dando cuenta de su derrota y permitiendo la entrada del siguiente contendiente. El "espíribol", me dijeron que se llamaba. Vaya amigo ese. Doce años jugando con la pera de cuero hinchable, hasta diseñando estrategias para salir más victorioso.
El colegio en cuestión era particular subvencionado. Pequeñito, escondido en un barrio de Estación Central, con un patio del tamaño de dos canchas de baby fútbol, una biblioteca donde sólo cabían los libros y nada más. Católico. Administrado por una congregación religiosa. Creo que el copago era de unos 500 pesos de la época. Pero un buen colegio. Educación de calidad por un muy bajo precio. De otra forma, no habríamos podido costearlo. Mi madre se puso contenta cuando me aceptaron, porque tenía más confianza en ese establecimiento que en el otro. No se equivocó. 
Doce años después, entré en una sala donde me encontré con un montón de gente desconocida, casi todos de mi misma edad. No sentí pánico ni espanto. Entré ahí sabiendo que estaba en condiciones de competir de igual a igual con cualquier sujeto que se sentara en esas sillas. No me importaba si venía del Instituto Nacional, del Alonso de Ercilla, del Sagrados Corazones o de alguno de esos colegios de Las Condes. Qué me iba a importar. No estaba preocupado de ellos. Ya sabía que, si me iba bien en la PAA, podría estudiar gratis en la Católica.
En mi colegio, particular subvencionado, y especialmente en los últimos cuatro años, me encontré con profesores que marcaron mi vida. Nunca me gustaron mucho las matemáticas ni las ciencias, pero tuve profesores que habían abandonado carreras mucho más lucrativas, en laboratorios o centros de estudio, por enseñar. ¿Habrían logrado tener la misma influencia en un curso que no tuviera al menos la expectativa de moverse socialmente? No lo sé, pienso que no. Un caso especial fue el del profesor de inglés... Agobiado por la necesidad de trabajar demasiadas horas al mes en distintos colegios para tener un sueldo decente, no estaba particularmente preocupado de que los alumnos aprendieran y, hay que decirlo, mis compañeros tampoco estaban particularmente interesados en aprender. Para qué querían saber inglés si en Chile se hablaba español. Yo me di el tiempo de aprender, y mientras los demás han tenido que tomar curso tras curso de inglés para llegar a un nivel aceptable, yo saqué 115 puntos en el TOEFL sin siquiera estudiar. 
Yo, y algunos más, logramos desentendernos de ese ambiente libertino que se armaba en sus clases y aprender algunas cosas. Pero, ¿qué pasa cuando, en una sala, en un colegio, todos comparten la misma desesperanza, el mismo desasosiego, esa sensación inquebrantable de que todo eso da lo mismo, que no hay forma de que se pueda optar a algo más en términos socioeconómicos y la única razón de ir a clases es porque se está mejor que en la casa o te dan almuerzo? ¿Cuál es la motivación de un profesor cuando tiene que luchar contra ese desasosiego, que a veces se vuelve hasta violento, por un sueldo miserable? Esperamos que un profesor haga maravillas, pero se nos olvida que por algo las maravillas son tales. En el mejor de los casos, un profesor puede echar de la sala a cuarenta alumnos y dejar dentro a cinco que quieran aprender. Ya eso sería una ganancia. ¿Cómo se mejora de esa forma? ¿Habría yo, de haber pasado por eso, estado en condiciones de sentarme en esa sala, doce años después, con la misma —casi arrogante— seguridad, esperando tener puntaje nacional? No lo creo. Quizás sí, y quizás no. Simplemente no lo creo. No fui el único, tampoco. ¿Habrían gozado de la misma suerte mis compañeros? Probablemente no. ¿Qué habría sido de mí si mi madre hubiese tenido que colocarme en el otro colegio, o en alguno de los que quedaban cerca de mi casa, forzada por un sistema que no permite, al menos, que a su hijo se le entreviste y se le mida por su talento, y no que se le descarte en un sorteo como si fuera una bolita del Loto? 
Lo que diré ahora sonará como el clásico comentario medio "resentido", de clase contra clase. No hay otra forma de decirlo. Mi madre, mujer pobre, siempre lo supo y por lo tanto, siempre lo quiso: yo debía tener una buena educación, a como diese lugar. Si hubiese tenido que vender un riñón por ello, lo hace. Cuando pregunté qué pasaría si no me ganaba la beca para estudiar en la universidad, se limitó a decirme que eso no pasaría pero que, si pasaba, trabajaría hasta morirse para pagar la carrera. Y yo me dije que podía porque tenía las condiciones y había adquirido las herramientas. Ya en la universidad, compartiendo con gente tan distinta, nunca me sentí un outsider, aunque en la práctica lo fuese. Sólo esperé que se me juzgara por mis méritos. 
Esa es, señoras y señores congresistas, señor ministro, señores asesores, lo que espera una persona honesta y esforzada de clase media. No espera que le regalen nada ni espera que alguien llegue con una solución mágica para la pobreza. Espera que su trabajo sea recompensado y que se lo juzgue por eso, por sus méritos, por su esfuerzo. Porque, más que ver a un sujeto en un Porsche, a mí me genera más sensación de inequidad ver que alguien que no ha trabajado por ello, reciba beneficios que sólo debiesen recibir quienes sí lo han hecho. No queremos que nos regalen nada; queremos que nos dejen en paz. Queremos tener la posibilidad de que se nos juzgue por nuestros méritos y talentos y no que se nos ponga en una tómbola y se nos diga que debemos ir a tal o cual colegio porque en aquellos donde podríamos optar a un mejor futuro, los cupos se llenaron con los afortunados ganadores de una lotería infame. No espero que usted, señor congresista, señor ministro, viniendo de donde viene y habiendo estudiado donde estudió, pueda entender lo que quiero decir. Y si puede entenderlo, que pueda comprender cómo se siente. 
Me imagino de nuevo como el niño que odió el baño del colegio y, sin quererlo, tomó una decisión que marcó su vida. Me imagino un gobernante que nos obligue a todos a usar el mismo baño, porque eso es lo justo, esperando ridículamente que de esa forma el olor va a desaparecer. 

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Huracán en la noche


Ella bailaba, o hacía como que bailaba, a un costado de la pista, como temerosa de ocupar demasiado espacio con aquellos aspavientos que difícilmente podrían, en ese lugar, considerarse un baile. No había que ser adivino para darse cuenta de que no pertenecía por esos lados. Curiosa, pero ligeramente intimidada, observaba a sus alrededores como un perrito perdido en medio de una calle transitada; su pelo rubio, casi incandescente, suelto; el vaso en la mano, lleno hasta la mitad de un líquido negruzco que daba una cierta impresión alcohólica no tanto por su aspecto, aunque transparente, sino por la mueca de desagrado que ella esbozaba cada vez que le daba un sorbo. 

No era de por ahí, estaba claro. Su actitud, su pelo, sus ojos azules, su aspecto esbelto la delataban. No era de esos lados y era todo lo que importaba. A él no le interesaba saber de dónde era, ni qué idioma hablaba, ni qué andaba haciendo por esos lados, en ese país. Sólo importaba que estaba ahí, sola, quizás acompañada desde lejos por un grupo de amigos, quizás observada ávidamente por unos cuantos más lugareños que ya habían detectado una posible presa de sus repetidas y conocidas tácticas de seducción.

Él no necesitaba hablar con ella. No necesitaba intercambiar palabras; qué lenguaje aquel más sobrevalorado, que exigía tanto y expresaba tan poco. No, él había superado las palabras, estaba por sobre ellas. A él le bastaba un movimiento de sus labios, uno de sus ojos y otro de sus caderas para lograr atraer la atención de quien quisiera, sin importar su idioma y su nacionalidad. Sólo un quiebre de cintura, una mirada fulminante, la mano sobre la cadera y listo. Luego una sonrisa, y otra de respuesta; la mano se posaría sobre su hombro, y luego detrás de su nuca y, en un movimiento repentino, todo estaría consumado. El lenguaje del amor, le decían algunos. El lenguaje de los estúpidos, lo llamaba él.

Así que, cuando presintió que era el momento adecuado, se acercó a ella con la gracia de un fantasma. Y como un fantasma se metió en su cabeza y poseyó su corazón, de inmediato, sin que ella siquiera se diese cuenta. Levantó la vista, sorprendida, y presenció su caminata hacia ella, sus ojos profundos, misteriosos, su pelo peinado hacia atrás, remojado en lujuria; sus hombros anchos, su cuerpo geométrico, el pequeño triángulo que se formaba entre el cierre de la camisa y su cuello, oscuro, frondoso, de un vello tan hirsuto y azabache como su mirada.

No se dijeron nada. Él le arrebató suavemente el vaso de la mano y lo reemplazó con la suya. Luego la tomó de la cintura, sonriendo, y dieron varias vueltas, siguiendo el ritmo, como un torbellino. No fueron sino unos cuantos segundos, pero a ella, perdida en sus ojos, arrebatada, sintiendo un breve estallido de pasión en su estómago, y el sabor de la música acoplándose con el tamborileo de su corazón, le parecieron horas. Horas con él, en la calle, en la cama, amándose. Horas de ese hombre que no parecía hombre, que era como la noche, que llegaba y se iba de improviso, que la abrazaba y comprendía completa, sin dejarla huir, sin darle salidas; que la iluminaba con esos ojos que eran como la luna; que la aprisionaba en su aroma a perfume y ese solapado vapor animalesco que se colaba a través de su camisa. Ese hombre que, rápido como un león, le había robado, por un momento, toda compostura, toda dignidad, toda inhibición. Así la dejó ir, bailando en una nube. Fue como un viaje sobre una alfombra mágica, le diría a su amiga, antes de comprender lo que había pasado, camino al taxi.

Después de besarla, cuando ya todo había concluido, él se alejó sin decir adiós, rápido como había llegado, como un huracán. Era curioso, porque así le apodaban: el "huracán". Salió a la noche tibia, fuera del bar, y se subió al auto. Revisó lo que tenía en sus manos: treinta mil pesos, algunos dólares, unas cuantas tarjetas y una licencia de conducir. "Julie S. Sandford", decía. La muchacha sonreía en la foto.

Echó un resoplido; no era lo que esperaba.

Pero en fin. No estaba mal para una noche de trabajo.

domingo, 22 de diciembre de 2013

El pesebre de La Moneda y el laicismo del Estado

La diputada María Angélica Cristi se quejaba amargamente estos días, asumiendo que el próximo gobierno eliminaría la tradicional práctica de armar un pesebre en La Moneda. Como era de esperarse, una avalancha de críticas se le vino encima, más que nada en tono sarcástico. Y es que claro, para ciertos sectores, la queja parece derechamente ridícula.

En este comentario, más bien anecdótico y superficial, algunos encontraron un punto de partida para una crítica más sustantiva: la existencia de esta clase de símbolos en un edificio público, como La Moneda, sería un atentado al laicismo del Estado. 

Mi opinión es que sostener una cosa —que es una lástima que no haya pesebre el próximo año— y la otra —que la implementación de un pesebre sea una violación a la separación Iglesia-Estado— es muestra de cierta incomprensión de lo que verdaderamente implica, requiere y protege el laicismo del Estado. Prueba, también, de que muchos grupos tienen una visión del tema que resulta parcial y casi fundamentalista.

Y antes de que quien lea comience a decirse, "esta es la defensa de un católico Opus Dei", etc etc, déjeme aclarar que, si bien fui bautizado en la iglesia católica, no adhiero a religión alguna. Más abajo hay un post donde aclaro mi postura al respecto.

Tuve una discusión con una buena "twitter-amiga" al respecto y pude darme cuenta de cuál es una de las objeciones que existen respecto de la existencia de símbolos o señales religiosas en lugares públicos. El uso de símbolos religiosos denota una preferencia o interés, y eso, por uno u otro motivo, todos más o menos dirigidos al mismo punto, resultaría inaceptable. Hay una expectativa de total neutralidad por parte del Estado que no se estaría cumpliendo.

Comprendo las razones, pero creo que no constituyen argumento suficiente como para considerar la presencia de un pesebre, crucifijos, estatuas, altares, como una violación del principio de laicismo del Estado, ni para fundamentar una total eliminación de estos elementos de toda dependencia pública.

La razón de separar Iglesia-Estado fue eliminar la posibilidad de que el Estado, actuando a través de leyes, en su sentido amplio, o actos administrativos, infrinja la libertad de consciencia de sus ciudadanos o realice discriminaciones arbitrarias sobre la base de motivos religiosos. Parece simple. Ninguna ley podría establecer, por ejemplo, que sólo tendrán derecho a determinada prestación aquellas personas que adhieran a una cierta religión; que para ser nombrado juez o ser electo en un cargo se requerirá estar bautizado; que para tener capacidad de goce o ejercicio será necesario que la persona esté inscrita en alguna iglesia. Por otra parte, el Ministerio de Desarrollo Social no podría incluir, dentro de las bases para postular a un fondo social, que los estatutos de la organización solicitante incluyan una declaración en cuanto a su adhesión a los principios cristianos. Los colegios y universidades públicas no podrían requerir que sus alumnos sean cristianos. Y así sucesivamente.

Este principio se ha expandido, también, a cualquier acción positiva que el Estado realice con el objeto de influir en la consciencia de los ciudadanos. El ejemplo más claro es que el Estado o las municipalidades no están habilitados para requerir que se dicten clases de religión en los colegios públicos. Subyace a esto la misma consideración que se tuvo para eliminar las clases de educación cívica —en esto último estoy especulando, es lo único que me hace sentido—: impedir el adoctrinamiento, religioso, o político. El Estado no está facultado para ejercer ninguna clase de influencia en los ciudadanos, sea mediante acciones u omisiones. Cada uno es libre de decidir si adhiere o no a una cierta religión o credo, y a cuál. Nada de presiones estatales, por veladas que sean.

Ya esto resulta discutible. Decir que el Estado podría abusar de su poder para adoctrinar a las personas no implica, necesariamente, que lo hará. Sin embargo, se ha decidido cortar dicha posibilidad de raíz. Así como cualquier relación sexual con un menor de 14 años es violación, sin importar si éste ha consentido, el Estado está impedido de realizar estas actuaciones. Fin del cuento.
 
A partir de esto, el principio se ha extendido e intensificado aún más hasta comprender, incluso, manifestaciones más bien personales de la libertad de consciencia. Es así como —según discutía con esta amiga— un juez no podría exhibir, en su despacho, símbolos religiosos; una oficina pública o un colegio público no podría tener un crucifijo en la pared; el palacio de gobierno no podría tener un pesebre navideño, ni menos una capilla en su interior. Ningún elemento religioso, por menor que sea, está permitido en un espacio público; las autoridades públicas deben evitar toda clase de demostración religiosa. 

Esto lleva a conclusiones algo exageradas. ¿Al Presidente o a alguna autoridad pública le gusta ir a misa los domingo en la mañana? Que no lo haga en público. ¿Un empleado público quiere tener un crucifijo en su pared? Imposible. ¿Pesebre en La Moneda? Inaceptable. ¿Expresiones de contenido religioso, como "por Dios" o "ni Dios lo quiera"? Prohibidas. ¿Obligación de jurar? Inaplicable. ¿La capilla en La Moneda? Habría que hacerla oficina, se está perdiendo espacio (esto es real). Todo edificio público, y todo funcionario público, debe permanecer, en todo momento, mientras cumple funciones, absoluta y totalmente inoculado de religión. Cualquier acción en contrario implicaría una demostración de preferencias particulares que representan, además, al Estado; demostración indicativa de un potencial prejuicio o discriminación posterior por parte de éste, en virtud de una ley o un acto administrativo.

Creo que se entiende, por el tono usado, que no estoy de acuerdo con todo esto. Algunos podrán quejarse de la exageración; "los ejemplos son absurdos", dirán. Puede parecerlo, pero no lo son. Cuando se me dice que el Estado debe omitir realizar cualquier demostración de índole religioso, todo lo señalado, y más, se me viene a la mente. Se acabaron los feriados religiosos, puesto que la ley no puede legislar sobre esa base. ¿Por qué tener días feriados que conmemoran eventos de ese carácter? Adiós Navidad, adiós semana santa. Se acabó la participación del Presidente y otras autoridades en cosas tales como el Te Deum. Nada, absolutamente nada que pueda ser indiciario, al menos para una persona, de una cierta preferencia por parte del Estado o sus funcionarios, puede ser aceptable.

La distinción aquí es evidente: el Estado actúa en la forma de leyes o actos administrativos. No hay otra forma. Actuando de esta manera, no puede discriminar sobre una base religiosa, ni legislar sobre tal base. 

Ahora, hay ciertas manifestaciones que responden a prácticas tradicionales, culturales. El pesebre es una de ellas. La capilla en La Moneda, otra (ha estado ahí desde que se construyó). El Te Deum, católico y evangélico. Muestras tradicionales, de buena fe, de respeto incluso, de parte de los funcionarios públicos que forman el Estado, hacia grupos que representan un vasto interés colectivo. ¿Podría sostenerse, así como se sostiene que participar en estas ceremonias o usar estos símbolos es demostración de adhesión, que no necesariamente lo es? ¿Que el hecho de que el Presidente participe en el Te Deum católico no implica, de por sí, que sea católico, o el hecho de que exista una capilla en La Moneda no implica, de por sí, que todos en el gobierno suelen rezar e ir a misa? ¿Puede decirse, por último, que incluso si aquello en efecto demuestra que el Presidente es católico, o que en efecto una buena parte de los asesores y funcionarios de La Moneda son cristianos, ello no implica, necesariamente, que el Estado discriminará a quienes no lo sean, y que si lo hacen, no habrá remedio alguno disponible? 

Para mí la respuesta es clara. Las tradiciones tienen un valor social y, si bien puedo aceptar que se eliminen en aras de otros intereses más importantes, no me parece que la mera molestia o incomodidad de algún grupo sea suficiente para ello.

Por último, tenemos las demostraciones personales de los empleados y autoridades públicas. El crucifijo en la oficina, el retrato de Escrivá de Balaguer, el cuadro de Juan Pablo Segundo. Todas manifestaciones, símbolos, que representan el libre ejercicio de estos funcionarios, en su dimensión de personas, de su propia libertad de culto y consciencia.

Aquí entramos, entonces, a la discusión de por qué estas últimas demostraciones debiesen ser restringidas o, más bien, eliminadas. Por qué el Estado debiese privar a estas personas de su propio derecho a realizar tales manifestaciones, asumiendo que son perfectamente inocuas y no afectan en el desempeño de su función. ¿Es suficiente argumento decir que las mismas ofenden a otros? ¿Que el otro —disidente— puede sentir un legítimo temor a ser discriminado? ¿Que estos funcionarios, y el Estado, en consecuencia, pretenden presionar, atacar, influir indebidamente en la libertad de consciencia de los ciudadanos que tienen ocasión de observar estos símbolos?
 
¿Es la inoculación del Estado, incluyendo sus funcionarios y edificios, de todo símbolo religioso y de cualquier manifestación de índole religiosa, incluyendo la privación de tales funcionarios a su libertad de consciencia y la erradicación de cualquier práctica cultural o tradicional, una consecuencia necesaria del principio de laicismo?

Mi respuesta es que no. No, en general. Y el punto de inflexión estaría dado por la magnitud y entidad de la demostración. Si es tan masiva, profunda, agresiva, que no puede sino dar a entender una intención positiva de interferir en la consciencia de otro, sea un ciudadano común, u otros funcionarios públicos; de adoctrinar sin dar, a su vez, la opción de rechazar el adoctrinamiento, podría constituir una violación del principio de laicismo y a la libertad de consciencia. De otra forma, la objeción no parece sino una reacción exagerada e individualista. Una reacción, hay que decirlo, que raya en la intolerancia.